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Cuarentena

En mi taza de café caben todos los bares, dijo la vieja mientras giraba la cuchara.
¿Querés asomarte?, la invitó.
La joven le dijo que no, que no era conveniente, que estaba allí sólo para llevarle comida, pero que no podía establecer contacto cercano.
¿Desde cuándo estás tan arisca?, se quejó la vieja.
Estamos en cuarentena. ¿ Se acuerda que ayer le conté?, le contestó.
Ah, eso. Al final están todos igual que yo, dijo la vieja con algo de satisfacción. 
Eso es verdad , ahora no se puede salir, sólo para casos específicos, replicó la joven un poco desesperanzada.
Bueno, pero yo tengo algo que nadie tiene. En mi taza de café caben todos los bares.
La joven le hizo una sonrisa a la distancia. Ordenó un poco la cocina . Pasó un trapo con lavandina diluída por la mesada. Se lavó las manos con esmero. Y se despidió.
La última visión que tuvo de la vieja fue la de verla sentada frente al televisor, con su taza.
Lo que no alcanzó a ver es que mientras la vieja giraba la cuchara en el café, se iban dibujando las imágenes de aquel bar de barrio, la de aquel lugarcito de Europa, y también de ese pequeño refugio que encontró un día por casualidad. Una tarde de lluvia junto a la ventana, una mesa de billar, un café a las apuradas, las esperas, las manos apretadas sobre la mesa, el llanto, la risa,  la vida.

texto: Carina Migliaccio



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