Av. Rivadavia y Callao Cierro los ojos y respiro. Estoy en el hall del edificio de la Confitería del Molino, a punto de entrar. Es un instante que me tomo, un momento para sostener el impulso de correr como una niña y empezar a bailar por el salón de la confitería. Pocos segundos para decirme: es verdad, después de 21 años vas a entrar otra vez al Molino. Escucho que el itinerario pasará primero por el salón del primer piso, luego descenderemos a la planta baja, en donde funcionaba la confitería y finalmente recorreremos uno de los departamentos. Abro los ojos. Las puertas de madera con vidrios biselados. Los ascensores art nouveau. La escalera de mármol. ¿Qué es lo que hace que este edificio sea tan mágico? No puedo responder por todos, pero puedo contar lo que yo siento. Primero: El Molino es mi infancia. Inmediatamente me trae a la memoria las caminatas de niña tomada de la mano de mi mamá cuando ir hasta la plaza del Congreso era una fiesta cotidiana. Ento...
Me gusta mirar Buenos Aires desde la mesa de un bar. Volverla ficción. Y soñarla entre papeles.