Av. Alvarez Thomas 1800 (esq. Plaza)
Las coordenadas de la magia están en el Oriente. Estoy segura.
Ya había pasado por esa esquina, y el bar me había guiñado un ojo, pero yo no había entrado. Hasta hoy, que no me pude resistir.
Lo vi desde lejos con sus paredes blancas y sus cerramientos color verde agua- verde cocina de los años sesenta, o algo así. Color hogar.
Primero lo exploré desde afuera. A través de las ventanas un público netamente masculino espiaba mis movimientos. Amigos. Todos ellos. Saqué una foto y aparecen asomados.
Cuando entré me preguntaron: ¿salimos bien?
No hay forma de que saliesen mal. Son tan genuinos.
Me siento y uno de los hombres de ese grupo se para y oficia de mozo improvisado. Pido mi cortado.
Hay cierto alboroto, porque soy nueva, porque soy mujer y porque saco fotos. Ellos ríen y me contagian.
El bar es viejo, pero se siente joven, animoso, querible. Es sencillo en su trazado y mobiliario.
Las paredes cubiertas de fotos, de publicidades antiguas y de caricaturas. En un dibujo se lee la siguiente leyenda: "Ordenanza 1058. Está terminantemente prohibido burlarse del tamaño y/o forma de la cabeza del señor Vittorio Tomici. Desde ya muchas gracias. La Gerencia".
El nombrado señor Vittorio está sentado en la mesa de al lado.
Hay un revistero a disposición: revistas Gente y curiosamente una colección de Condorito, el personaje chileno. Algo familiar y de infancia flota por ahí.
Detrás de la barra se apiñan diferentes objetos disímiles pero encantadores: un pingüino para vino, una mulita de verdad, una estatuita de delfín. Zoología amorosa.
Y un cartel: "Horario. Abrimos cuando venimos. Cerramos cuando nos vamos. Y si viene y no estamos es porque no coincidimos".
No hay forma de escapar al encanto del bar. Ya me atrapó.
Pregunto desde cuándo existe. El dueño me dice que el origen es de 1920. Que fue frecuentado, entre otros famosos, por Julio Sosa. Y que ellos lo compraron en los noventa.
Los hombres siguen entrando. Silban, saludan en voz alta, pronuncian nombres. Todos se conocen.
Era el bar que necesitaba habitar hoy. Sin pretensiones. Familiar. Amistoso.
Un bar que se entrega al rito del café, sin pedir mucho a cambio. Sólo charla. Y compartir sueños.
Texto y fotografías: Carina Migliaccio / Bar de Fondo
Las coordenadas de la magia están en el Oriente. Estoy segura.
Ya había pasado por esa esquina, y el bar me había guiñado un ojo, pero yo no había entrado. Hasta hoy, que no me pude resistir.
Lo vi desde lejos con sus paredes blancas y sus cerramientos color verde agua- verde cocina de los años sesenta, o algo así. Color hogar.
Primero lo exploré desde afuera. A través de las ventanas un público netamente masculino espiaba mis movimientos. Amigos. Todos ellos. Saqué una foto y aparecen asomados.
Cuando entré me preguntaron: ¿salimos bien?
No hay forma de que saliesen mal. Son tan genuinos.
Me siento y uno de los hombres de ese grupo se para y oficia de mozo improvisado. Pido mi cortado.
Hay cierto alboroto, porque soy nueva, porque soy mujer y porque saco fotos. Ellos ríen y me contagian.
El bar es viejo, pero se siente joven, animoso, querible. Es sencillo en su trazado y mobiliario.
Las paredes cubiertas de fotos, de publicidades antiguas y de caricaturas. En un dibujo se lee la siguiente leyenda: "Ordenanza 1058. Está terminantemente prohibido burlarse del tamaño y/o forma de la cabeza del señor Vittorio Tomici. Desde ya muchas gracias. La Gerencia".
El nombrado señor Vittorio está sentado en la mesa de al lado.
Hay un revistero a disposición: revistas Gente y curiosamente una colección de Condorito, el personaje chileno. Algo familiar y de infancia flota por ahí.
Detrás de la barra se apiñan diferentes objetos disímiles pero encantadores: un pingüino para vino, una mulita de verdad, una estatuita de delfín. Zoología amorosa.
Y un cartel: "Horario. Abrimos cuando venimos. Cerramos cuando nos vamos. Y si viene y no estamos es porque no coincidimos".
No hay forma de escapar al encanto del bar. Ya me atrapó.
Pregunto desde cuándo existe. El dueño me dice que el origen es de 1920. Que fue frecuentado, entre otros famosos, por Julio Sosa. Y que ellos lo compraron en los noventa.
Los hombres siguen entrando. Silban, saludan en voz alta, pronuncian nombres. Todos se conocen.
Era el bar que necesitaba habitar hoy. Sin pretensiones. Familiar. Amistoso.
Un bar que se entrega al rito del café, sin pedir mucho a cambio. Sólo charla. Y compartir sueños.
Texto y fotografías: Carina Migliaccio / Bar de Fondo
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