Desde
la mesa donde está sentada, lo ve a él. Completo. Y sabe que si inclina apenas
un poco su cuerpo hacia adelante y deja que su figura aparezca en la ventana, él, que está en el bar
de enfrente, podría quizás también verla.
Ella
piensa en todo lo que podría pasar si él
la viese.
Podrían
pasar varias cosas. Todas malas.
El
podría por ejemplo mirarla y seguir conversando con el par de amigos con los que
está tomando café.
También
podría mirarla y levantar la mano. Saludar
a distancia.
O
podría acaso verla y hacerse cargo de ese encuentro azaroso. Cruzar la calle
hasta el bar donde ella está en este momento. Acercarse a su mesa, darle un beso
e incluso sentarse un rato a charlar con ella.
Si
esto ocurriese, ella tendría que tolerar
primero ese beso. Y después, tendría que hablar, articular una palabra al menos.
Y
no sabe si la voz le saldría clara, si podría decir algo coherente.
Y
sobre todo no sabe si su voz estaría bajo su control, o si por el contrario empezaría
a decir cosas por su cuenta. Si no largaría complicadas frases, reproches o
simplemente aquella pregunta que desde hace meses la persigue como un zumbido: ¿qué
queda de lo que vivimos?
Y
una vez lanzada la pregunta, ya no habría marcha atrás.
Por
eso es prudente. Y no tira el cuerpo hacia adelante. En cuanto lo vio, se quedó
agazapada, se pegó a la pared. Encontró un ángulo que le permite una visión oblicua, algo distorsionada
de él. Lo estudia con avidez. Registra
sus gestos, los cambios en la cara y en el
cuerpo.
El
café se enfría, porque la taza está fuera del radio que la protege de la mirada
de él.
Respira
agitada, siente una leve náusea cuando recuerda. Intenta relajarse. No lo logra. Se percibe a sí misma como una
casa abandonada. Sacude su cabeza y la imagen se disuelve. Y otra vez se ve a
sí misma sentada en el bar con su cabeza pegada a la pared, espiando por la
ventana hacia el bar de enfrente, en cuyas mesas ubicadas en la vereda, se encuentra él, a quien no ve
desde hace diez años.
Tiene
ganas de fumar. Pero sabe que bajo estas circunstancias es imposible salir a
fumar a la calle.
Igual
toma sus Camel y saca un cigarrillo. Juega con él girándolo
entre dos dedos, escucha lejano el suave
crujido del tabaco. También se lo apoya apenas sobre los labios. Tira un poco
la silla hacia atrás para estar más protegida.
Observa el paquete y lo inspecciona. Añora el viejo diseño con su
gráfica complicada, barroca. Ahora ya no se pueden ver las figuras ocultas en el
cuerpo del camello.
Lo
mira a él.
El
se muestra suelto, alegre. Él extiende sus brazos hacia arriba, gesticula,
luego pone sus dos manos sobre la nuca y se recuesta en un respaldo
inexistente. El cuerpo tirado hacia atrás, cómodo. Ríe. Y las personas que
están con él también ríen.
Ella
necesita salir. Pero antes tiene que pagar. Pide la cuenta.
Ahora
se pone a buscar la billetera. El apuro hace que descuide sus movimientos.
Deja
dos billetes. Prefiere ser generosa y no esperar el vuelto.
Planea
salir por la otra puerta.
Al
correr la silla tira su cuerpo hacia adelante. Invade ahora parte de la ventana.
No
quiere mirar. No quiere ver si él la está mirando. Se apura, toma la cartera, atraviesa el espacio hacia la puerta lateral, esquiva mesas. Sale.
Comienza
a caminar. Unos pasos. Se detiene, busca sus cigarrillos. Saca uno. Lo prende. Aspira.
Exhala.
Y
escucha la voz de él agitada, muy cerca. A sus espaldas.
Carina Migliaccio/ Bar de Fondo
Carina Migliaccio/ Bar de Fondo
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