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Caleidoscopio



Cuando entré ya estaban ahí.
Él sentado junto a la ventana. Toma una cerveza y parece concentrado en su laptop.
Unas mesas más allá la chica de sweater gris. Tiene el pelo  recogido  por lo que presumo es un palito chino. Al tiempo descubro que es un lápiz. Ella lleva el pelo recogido con un lápiz. Miro sus manos, miro sus uñas pintadas de rojo.
Estoy sentada en una mesa detrás de él. Veo su espalda. Lo percibo tenso, con un ligero movimiento nervioso.
A ella la veo de frente.
Trato de concentrarme en el libro que traje. La lectura me arranca de la espera, y del tiempo muerto que queda entre mi trabajo y la facultad.
Pero hoy tengo un sueño desmedido. Los ojos me pesan. Me cuesta leer.
A esta hora el bar transita lo que yo llamo conversión lumínica. Bajan las luces y todo se vuelve un tanto amarillento y cómplice.
Desde mi sitio trazo una perspectiva del lugar.
Al frente la puerta. A la derecha  los ventanales, con sus marcos de madera, y sus vidrios  atravesados con una  filigrana color blanco opaco.
A mi izquierda, la barra: siempre me quedo fascinada ante la barra. En una serie de estantes se alinean las botellas; se apoyan sobre la baranda de caño de la escalera. En el estante inferior, las marcas de ron y whisky. Más arriba la hilera de  vodka, tequila y fernet. Y en la parte superior los licores, la ginebra, y una serie de envases con etiquetas desconocidas para mí. Forman un telón  cromático y sensual.
Las botellas parecen flotar en el aire. Pienso  que alguien podría derribarlas en su paso hacia el baño. Casi ansío ese momento.
Focalizo mi preferida. Es un envase de Absolut que tiene la textura de una bola espejada de boliche. Trato de proyectar un reflejo  imaginario y mi  mirada vuelve a la muchacha de sweater gris.
Ella levanta los ojos. No me mira a mí, lo mira a él.
Él parece absorto en la pantalla de su laptop. Por momentos se irrita y golpea la mesa. Me lo imagino un hombre exitoso, imagino que chequea  las acciones o que se preocupa  por alguna noticia.
Me levanto. Voy al baño. En verdad es sólo una estrategia. Necesito ver qué ve el hombre en su pantalla.
Sonrío. El tipo está conectado al Facebook y jugando al Bejeweled. El juego consiste en juntar combos de al menos 3 joyas iguales  del mismo color, para sumar puntaje. Yo misma me he desvelado varias noches frente a la computadora con ese juego.
Subo la escalera y por un momento cierro los ojos: imagino un gran combo, un strike de botellas cayendo en cascada.
El baño es pequeño. Me miro en el espejo y solo veo la superficie superior de mi cabeza. Me resigno: otro bar en donde el espejo está fuera de mi alcance. Sin embargo este baño me gusta. Está salpicado por venecitas verdes y azules. Forman un dibujo curioso con sus distintas tonalidades.
Venecia. Hasta ese momento no había hecho la asociación de nombres. “Venecitas” me remitía sólo a baños antiguos o piletas de natación. Pero ahora que trato de adivinar el dibujo oculto en la pared, como si estuviese frente a un verdadero mosaico, pienso en  Venecia. Y también en Murano, donde vi que no es tan fácil soplar y hacer botellas, pero es aburridísimo.
Meo parada, a riesgo de salpicar el piso.
Bajo, vuelvo a mi mesa.
Algo cambió, pero me cuesta detectar qué.
Es ella. Ella que se soltó el pelo y ahora dibuja o escribe con el lápiz sobre una servilleta de papel. A la vez, con la otra mano, sus  uñas rojas garabatean un trazo sensual desde la nuca bajando por su cuello.
El mozo en la barra está preparando un trago. La bebida cae dentro del vaso, color frutilla intenso.
¿Será  para ella o para él?
Es para ella. Le sienta bien ese vaso rojo.
De pronto él toma su porrón de cerveza y lo eleva ostensiblemente hacia la chica de sweater gris, con un gesto que entiendo como un brindis virtual.
Ella sonríe y se mira las uñas.
Yo bajo la mirada. Me refugio en mi libro.
Por un momento las pequeñas letras revolotean desordenadas hasta que decido ponerme los lentes y logro fijar la vista. Entonces las palabras me devuelven la figura del relato en blanco y negro.

Carina Migliaccio/ Bar de Fondo

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