La vieja ni habló. Se le acercó y sólo con un gesto le
indicó que entre con ella al bar. Con otra seña llamó al mozo.
Los ojos de la piba son tristes y decir esto es un cliché.
Pero es difícil encontrar un sinónimo para describir esa mirada.
Tristes: y entonces uno piensa gris, piensa opaco, piensa en
un pasado y un presente oscuro.
No debe tener más de 10 años. Pide chocolatada y medialunas.
Inspecciona a la vieja que permanece callada pero que escribe. En una
servilleta de papel copia todos los números que aparecen en la pantalla del
televisor. Son los resultados de la quiniela.
Quizás tenga un billete ganador. Quizás sea solamente un
acto compulsivo.
Es tarde y La Perla del Once ya no brilla. Hay algo espeso
que se mueve entre las mesas.
La vieja de pronto dice: ¿sabés leer?
La piba mueve la cabeza y dice sí.
¿Y escribir?
Contesta que sí y mira a través de la ventana como
chequeando si alguien la busca.
Muy bien. Mañana te espero acá y me ayudas a copiar los
números. Y yo te compro otra chocolatada, dice la vieja.
Ahora sonríen. Las dos.
No es necesario más.
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