No es que sea linda. Debe ser su mirada la que la hace única. Su mirada que se pierde entre las mesas, sin un punto fijo. Yo no puedo concentrarme en la lectura, igual dejo el libro abierto, como si de ese modo pudiese disimular que en realidad no dejo de mirarla a ella. Ella juega con un sobrecito de azúcar, lo aprieta, lo dobla, lo agita. Confía en que no se rompa. Yo en cambio pienso en la fragilidad que la envuelve. Quiero imaginar una buena historia para ella. Sus gestos denotan cansancio, como si hubiese pasado toda la noche sentada en este bar. ¿Y si fuese así? Esta mujer se me hace que duerme tras la barra. Que es la última en apagar las luces. Que desordena las cucharitas. Que baila entre las mesas cuando nadie la ve. Y también. Que sabe soplar la espuma de leche por sobre el café y hacer formas maravillosas. Que escribe las mejores frases para sobres de azúcar pero no las publica. Que puede estar acá o en cualquier lugar del mundo pero que cada vez que en