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Mostrando entradas de abril, 2015

Espiral

Desde la mesa donde está sentada, lo ve a él. Completo. Y sabe que si inclina apenas un poco su cuerpo hacia adelante y deja que su figura  aparezca en la ventana, él, que está en el bar de enfrente, podría quizás también verla. Ella piensa en todo lo que  podría pasar si él la viese. Podrían pasar varias cosas. Todas malas. El podría por ejemplo mirarla y seguir conversando con el par de amigos con los que está tomando café. También podría mirarla y levantar la mano. Saludar  a  distancia. O podría acaso verla y hacerse cargo de ese encuentro azaroso. Cruzar la calle hasta el bar donde ella está en este momento. Acercarse a su mesa, darle un beso e incluso sentarse un rato a charlar con ella. Si esto ocurriese, ella tendría que  tolerar primero ese beso. Y después, tendría que  hablar, articular una palabra al menos. Y no sabe si la voz le saldría clara, si podría decir algo coherente. Y sobre todo no sabe si su voz estaría bajo su control

La Academia

Callao 368   Hoy tengo un día azul. Y eso significa para mí un día atravesado por la nostalgia. Es que estoy caminando las cuadras del barrio de mi infancia. Entonces tengo el impulso de entrar en  La Academia. Nunca había entrado. Lo asociaba con un bar masculino, quizás por su fachada, o por la presencia de billares. Pero hoy me dieron ganas. Y acerté. Porque su espacio interior me proporcionó un cobijo perfecto para transitar este tiempo azul que me invadió. Sin embargo, la gama de colores que se despliega ante mí es fundamentalmente verde [paredes y  paños de las mesas de billar] y bordeaux.  Abundan los detalles en madera, los faroles [sí, faroles como si esto fuese un patio en pleno Callao], espejos y relojes.  Los ventiladores de techo agitan el viento de otra época. Hacen juego con el otoño. La Academia. Firme en la gran urbe, desde 1930. Me siento junto a la ventana y pido un cortado. Escucho el ruido de los tacos y las carambolas. Sé que antes de irme voy a visita

Confitería del Molino

Rivadavia y Callao Tiene el sabor de lo que ya no está. Y el encanto de lo que puede regresar. Hoy paso por la esquina de Rivadavia y Callao y veo las ruinas de El Molino. Pero igual su figura se impone.  Igual sigue manteniendo para mí el carácter de emblema. Mis recuerdos de infancia lo incluyen, en esas caminatas que hacíamos con mi mamá rumbo a la plaza del Congreso. Su puertas, que pocas veces atravesé pero que muchas soñé, prometían un espacio de placer y de fineza. La primera vez que entré a tomar el té a El Molino, pedimos una bandeja de masas (era lo acostumbrado), pero al ver que los precios eran por unidad la devolvimos intacta. Así que yo estaba adentro de la confitería, pero a la vez tan lejos ! Después volví antes del cierre (1997) y pude saborear aquello que antes sólo deseaba. No tengo una imagen precisa de la decoración sino una serie de parcialidades que se acumulan sin sentido, algo así como tulipas o arañas, espejos, marquetería dorada. Y nada m

Cortado en Bar Plaza Dorrego

Bar Plaza Dorrego Humberto Primo y Defensa

Bar Plaza Dorrego

Humberto Primo y Defensa Llego a la noche. Y no lo reconozco. La última vez que había estado en este bar estaba lleno de turistas, cerveza y maní. Hoy lo descubrí otro. Silencioso, íntimo. Pocas mesas ocupadas y sin embargo adentro algo late. Lo primero que me conquista es la puerta  y el  par de vitrinas con botellas antiguas: ginebra, cognac, anís. Después las mesas y paredes revestidas de madera, cubiertas de inscripciones anónimas, como pupitres marcados. Y la famosa foto del encuentro entre Borges y Sábato (1975). En un lateral , una máquina antigua de café expresso  y un mueble  especiero de la época en la que allí funcionaba el bar almacén  El imperial. Frente al Dorrego hay un Starbucks nuevo, bellísimo, pero que sólo me inspira la tristeza de saber que antes ahí  se alzaba una casa de antigüedades imponente y sagrada. Yo me quedo con El Dorrego. Siento que se planta firme como un árbol más de la plaza de San Telmo. Me quedo con sus mesas escritas. Con sus luces de